Las valoraciones en el nuevo régimen estatal de suelo.
Introducción:
Como señaló la sentencia 6/1997 del Tribunal Constitucional, “la valoración urbanística entronca con el art. 149.1.18º C.E. que (…) es al Estado al que compete determinar, pues caen dentro del art. 149.1.18ºC.E. la fiijación de los criterios de determinación del justiprecio para impedir que los bienes puedan ser evaluados con criterios diferentes en unas y otras partes del territorio nacional”.
En la misma sentencia se afirma también que “la valoración se halla estrechamente
emparentada, desde un punto de vista material, con el contenido del derecho
de propiedad, cuyas condiciones básicas corresponde regular al Estado en los términos
del art. 149.1.1º CE (…)”.
Este parentesco constitucional de la valoración urbanística con el contenido del
derecho de propiedad (con fines expropiatorios, pero también a efectos equidistributivos,
o a los indemnizatorios en relación con la responsabilidad patrimonial de las
Administraciones Públicas), constituye, por lo tanto, la base del vínculo existente
entre los criterios de valoración y el régimen urbanístico de la propiedad del suelo.
Este último, a su vez, viene articulado por el estatuto jurídico de deberes y facultades
de los propietarios de suelo que, desde la Ley del Suelo de 1956, se ha identificado
en la legislación estatal con la técnica urbanística de la clasificación del suelo (1), vinculación
cuyo precedente inmediato es el art. 2.1 de la Ley 6/1998: “Las facultades
urbanísticas del derecho de propiedad se ejercerán siempre dentro de los límites y con el
cumplimiento de los deberes establecidos en las leyes, o en virtud de ellas, por el planeamiento
con arreglo a la clasificación urbanística de los predios”.
Así pues, en la medida en que el sistema de valoraciones en la legislación estatal
de suelo se ha referido, hasta la entrada en vigor de la Ley 8/2007, a las clases y categorías
de suelo, puede afirmarse que la clave del cambio sustancial que la nueva
Ley propone para la regulación del régimen de valoraciones está en la desvinculación
del sistema de clasificación y categorización urbanística del suelo del estatuto jurídico
de la propiedad y, en consecuencia, de la valoración económica de los terrenos.
En efecto, la Exposición de Motivos (E.M.) de la Ley de 2007 señala que “desde la
Ley de 1956, la legislación del suelo ha establecido ininterrumpidamente un régimen de
valoraciones (…) recurriendo a criterios que han tenido sin excepción un denominador
común: el de valorar el suelo a partir de cuál fuera su clasificación y categorización urbanísticas, esto es, partiendo de cuál fuera su destino
y no su situación real”. A esta referencia a la “situación real” se vuelve más adelante
en la propia E.M. cuando se acude al concepto jurídicamente indeterminado de “valor
real” del suelo, que se ha identificado en la jurisprudencia con un “valor compensatorio”
(STS 6-6-2000; RJ 2000\7374), un “valor de adquisición de un bien análogo” (STS 27-
3-2000; RJ 2000\3091) o un “valor de restauración patrimonial” (STS 17-3-2001; RJ
2001\4144), acepciones que sólo pueden identificarse con el valor de mercado del
bien en cuestión.
Por ello, la referencia al “valor real” en la E.M. de la nueva Ley es equívoca, ya que
el razonamiento continúa: “Se llegaba así a la paradoja de pretender que el valor real no
consistía en tasar la realidad, sino también las meras expectativas generadas por la
acción de los poderes públicos”. Sin embargo, lo cierto es que la valoración del suelo a
partir de su clasificación y categorización, que, en efecto, inducía a la incorporación
de las expectativas en el valor, no ha sido sino el reconocimiento de que los mercados
(el inmobiliario, pero también los mercados financieros, que identifican el valor
de las acciones con los beneficios futuros de las empresas, o los mercados de inversión
en obras de arte) basan el proceso de formación de valores de los activos que en
ellos se intercambian en sus expectativas de revalorización. Es decir, que “la realidad”
tasada incorpora necesariamente las expectativas
porque así lo hacen los agentes del mercado, lo que hace que, por ejemplo, la
naturaleza de los mercados financieros de las empresas que cotizan en Bolsa sea intrínsecamente especulativa.
Ahora bien, lo cierto es que, como oportunamente recuerda la misma Exposición
de Motivos de la Ley 8/2007, el artículo 47 de la Constitución Española insta a los
poderes públicos a regular “la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para
impedir la especulación”. Y este es el motivo por el cual el legislador estatal de 2007 se
declara impulsado a intervenir en la tasación,
no de “la realidad” constituida por las expectativas que en el mercado se generan
como consecuencia de una clasificación o categorización determinadas, sino de “lo
existente”.
Es decir, que la propuesta de la nueva Ley se basa en la valoración del “uso
existente” del los terrenos a valorar, en vez de referir el valor al “uso potencial” de
aquellos, criterio técnico de valoración que está ya ampliamente recogido en la tradición
de los “appraisers” anglosajones como alternativa al cálculo del valor actual del
mayor y mejor uso futuro del suelo (2). Y a ello se refiere, sin ambigüedades en esta
ocasión, la Exposición de Motivos, cuando señala: “Debe valorarse lo que hay, no lo que
el plan dice que puede llegar a haber en un futuro incierto”, vinculándolo a la nueva
regulación del régimen urbanístico del suelo, en la que “la Ley opta por diferenciar
situación y actividad, estado y proceso”.
Este planteamiento que, como se ha dicho, constituye una ruptura con los criterios de
valoración basados en el juego de la oferta y la demanda (3), no es, sin embargo, nuevo, ya
que existen precedentes lejanos sobre el dilema existente entre la valoración de la “realidad”
y los efectos especulativos del valor de mercado. Así, la Exposición de Motivos de la
Ley de 12 de mayo de 1956 señalaba: “La valoración del suelo constituye punto
capital en la ordenación. Para establecerla con equidad se han de desechar los módulos
hasta ahora vigentes de capitalización del líquido imponible y del valor en venta,
ya que el primero no responde, por lo común, a la realidad y el segundo favorece
la especulación. El tráfico sobre terrenos no se opera, por otra parte, en un régimen
de competencia perfecta, en el que pueda decirse que la Ley económica del mercado
determina naturalmente un precio justo, que excluya legítimamente toda intervención”.
Y la misma E.M. de la Ley de 1956 añadía más adelante: “(…) en trance de tasar terrenos no urbanizados ante la disyuntiva de valorarlos a precio alto, con beneficio para el primitivo
propietario, o a precio económico, no mayor que el correspondiente a la utilización
actual y sin considerar expectativas futuras, la elección es clara: es preferible
que el primero no obtenga beneficio y el que hubiere de derivarse de la transformación
del terreno en solar se atribuya, como estímulo, al urbanizador (el subrayado
es nuestro)”.
Es cierto que la Ley de 1956 no prescindía de la clasificación del suelo para la
asignación del valor de los terrenos, sino que articulaba un complejo sistema de
valores –inicial, expectante, urbanístico y comercial– en torno a esa clasificación que,
finalmente, no consiguió el objetivo de evitar, como señalaba también su Exposición
de Motivos, “la retención de terrenos por propietarios que no urbanizan ni edifican, ni acceden a enajenar sus terrenos para urbanizar y construir, a precios de justa estimación”.
Pero, en todo caso, cincuenta años después vuelve a plantearse en 2007 la
valoración del suelo de acuerdo con su utilización actual o existente, prescindiendo
de la valoración de las expectativas futuras y compensando el perjuicio causado al propietario
a quien se impide el ejercicio de la facultad de urbanizar.
Clases, categorías y situaciones básicas del suelo
Por lo tanto, a partir de la entrada en vigor de la Ley 8/2007 ya no habrá que
identificar el terreno que haya de valorarse con la clase o categoría en la que el planeamiento
lo haya incluido, sino con alguna de las dos “situaciones básicas” propuestas
por la Ley para articular el régimen urbanístico de la propiedad: suelo rural, definido
en la E.M. como “aquel que no está funcionalmente integrado en la trama urbana”, y
suelo urbanizado, que se entiende como “el que ha sido efectiva y adecuadamente transformado por la urbanización”, si bien esta última definición se contradice con el contenido del articulado de la Ley, como se verá.
El artículo 12.2 de la Ley señala que está en la situación de suelo rural el “preservado
por la ordenación territorial y urbanística de su transformación mediante la
urbanización”, así como “el suelo para el que los instrumentos de ordenación territorial
y urbanística prevean o permitan su paso a la situación de suelo urbanizado”. El
apartado 3 del mismo artículo 12 define el suelo urbanizado como “el integrado de
forma legal y efectiva en la red de dotaciones y servicios (…) requeridos por la legislación
urbanística o puedan llegar a contar con ellos sin otras obras que las de conexión de las parcelas a las instalaciones en funcionamiento”.
Estas definiciones permiten identificar sin dificultad en situación de suelo rural a los
terrenos clasificados como suelo no urbanizable o rústico en la legislación urbanística
autonómica, así como a los suelos urbanizables, en los que se incluirán tanto los sectorizados
(o delimitados, o programados, según la legislación urbanística) como los
que no lo están.
Mayor dificultad interpretativa ofrece el encuadramiento de los suelos urbanos, en
especial la de aquellos a los que la legislación urbanística incluye en la categoría de
suelos no consolidados por la urbanización.
Se ha visto antes que la E.M. de la Ley 8/2007 incluye en el suelo urbanizado al “efectiva y
adecuadamente transformado por la urbanización” y, desde este punto de vista, el suelo no
consolidado no podría considerarse en esa situación básica, puesto que en las distintas
leyes urbanísticas autonómicas se identifica a esta categoría con el proceso de transformación,
bien para la reforma o renovación urbana, o para la obtención de dotaciones.
Pero el artículo 14 de la Ley entiende por actuaciones de transformación urbanística,
entre otras, “las que tengan por objeto reformar o renovar la urbanización de un ámbito de
suelo urbanizado”, luego puede existir suelo pendiente de transformación en esta última
situación, por lo que no todo el suelo urbanizado es el que está efectiva y adecuadamente
transformado por la urbanización.
Además, como se ha dicho, las operaciones de reforma o renovación son precisamente
las propias del suelo urbano sin consolidar en la mayor parte de las legislaciones autonómicas,
lo que abunda en la posibilidad de considerar como urbanizado el suelo así
categorizado. Y, por último, el artículo 23 de la Ley 8/2007, bajo la rúbrica de “Valoración
en el suelo urbanizado”, señala en su apartado
3: “Cuando se trate de suelo urbanizado sometido a actuaciones de reforma o renovación
de la urbanización (…)”, lo que confirma la hipótesis de que determinadossuelos urbanos no consolidados por la urbanización podrían encontrarse en la situación
básica de suelo urbanizado, ya que, si la finalidad de esta categorización fuera la
reforma o renovación, podrían valorarse como tales.
Por lo tanto, podrían identificarse con la situación de suelo rural, en principio, los
terrenos clasificados como urbanos no consolidados, siempre que, estuvieran o no destinados
a la reforma o renovación urbana, de acuerdo con el artículo 12.3 requirieran
de obras que excedan de las de conexión a las instalaciones existentes. Y, sin embargo,
se incluirían en situación de suelo urbanizado los suelos urbanos no consolidados
que hubieran sido delimitados con la finalidad de reformar o renovar la urbanización
[art. 14.1. a) 2)], siempre que para contar con las dotaciones y los servicios requeridos
por la legislación urbanística no sea preciso llevar a cabo otras obras que las de conexión
de las parcelas a las instalaciones ya en funcionamiento (art. 12.3).
Y también quedarían incursos en esa situación de suelo urbanizado, además de los solares, los
suelos urbanos consolidados que, no alcanzando la condición de solar, pudieran llegar
a contar con las dotaciones o servicios requeridos por la legislación urbanística
mediante las citadas obras de conexión.
En todo caso, en esta posible casuística se adivina un conflictivo futuro a la tarea
interpretativa de la valoración, en especial, de los suelos urbanos no consolidados, o sin
consolidar por la urbanización, según la denominación de unas y otras legislaciones
autonómicas. Recién entrada en vigor la Ley estatal, en diversos estudios sobre su aplicación
a otras tantas legislaciones autonómicas, publicados en un mismo número de
una revista especializada (4), se han manifestado ya opiniones muy dispares sobre la
cuestión. En algún caso se propone la adscripción de todos los terrenos, excepto los
que tengan la condición de solar –y, por lo tanto, los suelos urbanos no consolidados–,
a la situación de suelo rural, de modo que solo los solares estarían en situación de
suelo urbanizado (5); en otro artículo, se identifica el suelo urbano no consolidado
por la urbanización con la situación de suelo rural, sin más matices, reservando el
suelo urbanizado al urbano no consolidado
(6); y, finalmente, una tercera opinión identifica los suelos urbanos no consolidados
con la situación de suelo urbanizado, también sin matices, por lo que sólo los urbanizables
y no urbanizables estarían en situación de suelo rural
(7). Y lo más relevante es que ninguno de los autores citados basa su
opinión sobre la cuestión en las peculiaridades que cada legislación autonómica –aragonesa,
canaria o castellano-manchega, respectivamente– pudiera ofrecer en relación con la identificación entre clases, categorías y situaciones de suelo que proponen.
Autor: Federico García Erviti.
Arquitecto Urbanista. Profesor de la ETS Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid